Ya no se llama el DF, nos avisan. Da igual que suene genial o que quede más literario o cinematográfico, el caso es que ahora se dice Ciudad de México. Con más de 20 millones de habitantes y una fama de caos y peligro que no se corresponde con la realidad y cifras, pretender conocer la capital mexicana en una visita relámpago de poco más de dos días es sencillamente absurdo. Cada distrito y cada barrio por sí solo merecerían varios días, cada museo una visita pausada y cada taco un par de micheladas para acompañar.

Así que abandonamos las ansias de viajeros intrépidos dispuestos a descubrir los secretos de una de las urbes más inabarcables del planeta y nos conformamos con unos cuantos paseos en la que promete ser nuestra primera pero no última visita a CDMX.

Nos acompaña en esta aventura la nueva Panasonic Lumix GH5, compañera de viaje al otro lado del Atlántico y con la que queremos reivindicar que no se trata sólo de una estupenda cámara de vídeo, sino que también cumple con creces en el terreno fotográfico. En realidad, esa dualidad foto-vídeo es lo que mejor define desde hace generaciones a las GH y lo que este modelo representa ahora mismo.

Completan el equipo el zoom 12-60 mm f2.8-4 de Leica que ha demostrado ser durante estos días el todo en uno con el que siempre sueñan los fotógrafos más prácticos. Y es que su tamaño comedido y una interesante cobertura focal equivalente a 24-120 milímetros son dos datos básicos para viajar. Además, también nos llevamos el nuevo 8-18 milímetros, con el que enfrentarse a la ciudad desde una perspectiva más angular que siempre da mucho juego.

¿Pero no es peligroso andar por el DF –se dice Ciudad de México, segundo aviso- con una cámara, por mucho que intentemos no parecer turistas? La pregunta del millón que nos han hecho y hemos hecho unas cuantas veces antes de volar allí. Sentido común, no hacer el tonto, saber más o menos por dónde y a qué hora se anda… Los consejos básicos en cualquier gran ciudad han sido suficientes para evitar sustos o situaciones incómodas.

Nos alojamos en La Roma, uno de los barrios de moda de la ciudad y suficientemente cerca –ese es un concepto muy relativo aquí- de casi todo. Desde el aeropuerto son poco más de 10 euros al cambio en taxi, aunque de paso nos dan otro consejo: nada de pararlos a lo loco por la calle. En las paradas, y siempre vehículos identificados.

De hecho, recurrir a sistemas como Uber o Cabify es una gran idea por aquí. Por precio y comodidad, aunque los atascos son parte del día a día de esta ciudad, con lo que el metro y el llamado metrobus –baratísimos al cambio- también son recomendables para moverse.

Cada uno viaja como quiere o puede. Y a estas alturas no es ningún secreto que nosotros cuando llegamos a un lugar siempre preguntamos por lo que se come y por las mejores zonas para fotografiar.

Teniendo en cuenta que más que una visita se trata de una escala un poco larga, con apenas 48 horas por delante descartamos museos y las diferentes zonas con restos arqueológicos, que nos recuerdan que estamos en lo que fuera Tecnochtitlan. Siempre hay que dejar cosas pendientes para la próxima visita, dicen. Y nuestra lista es muy larga.

Mientras caminamos por el Paseo de la Reforma camino al Zócalo –la plaza central de CDMX, para entendernos- descubrimos dos cosas que el viajero no tardará en averiguar: los más de 2.000 metros de altitud pasan factura los primeros días, y la contaminación y cielos a veces un tanto blanquecinos de la ciudad tampoco ayudan a conseguir grandes postales.

El truco es, como siempre, la paciencia. Pero no tenemos tiempo de esperar a que el cielo se ponga azul así que con la Lumix y el 24-120 mm listo para capturar alguna escena urbana en clave mexicana seguimos caminando, desviándonos un poco para ver la Plaza Garibaldi.

Es demasiado temprano para que el Tenampa esté abierto, pero por los alrededores ya rondan algunos mariachis. Son apenas las 11 de la mañana y la plaza está desierta. Merece la pena volver por la noche, cuando todo está mucho más animado, aunque nos advierten que puede ser una zona un poco brava. Mariachis, alcohol, turistas… Anotado también para la próxima visita, pensamos mientras nos conformamos las estatuas que jalonan el paseo y escenas matutinas de la zona.

Visitar todas las iglesias de Ciudad de México daría para un reportaje de meses, pensamos dentro de la Catedral Metropolitana. Hay misa cada hora, leemos, y sorprendentemente casi siempre hay gente atendiendo, no sólo turistas de visita. Click, click… la entrada es gratuita y no hay ningún problema con la cámara. Sin flash, claro.

Una feria montada en pleno Zócalo nos impide tener la postal clásica de la ciudad, con la enorme bandera y la Catedral y el Sagrario Metropolitano de fondo. Decididamente no es nuestro mejor día fotográfico, así que nos alejamos dispuestos a seguir callejeando.

El Palacio de Bellas Artes es otro de los puntos de referencia de esta zona centro de la ciudad en la que, para nuestra sorpresa, las bicis poco a poco se atreven a plantar cara a los omnipresentes coches.

No estamos demasiado lejos –en estos paseos en los que se agradece el tamaño y peso moderado de la cámara- del mercado de San Juan, uno de los más visitados de la ciudad. Un mercado de los de toda la vida en los que la única concesión al turista es un puesto de insectos que congrega a los que no estamos acostumbrados a ver diferentes tipos de chapulines, alacranes y alguna otra delicia.

Nos atrevamos o no con los insectos, si hay algo fácil en Ciudad de México –en todo el país, en realidad- es comer bien. Cada calle está repleta de puestos en los que comprobar que eso de la street food en versión hípster y refinada que está tan de moda en España es poco más que un chiste. A todas horas y en cualquier rincón hay gente cocinando y comiendo en puestos callejeros.

¿Unos tacos? De los de verdad, no de los tex-mex que decía Trump. A la mañana siguiente –todavía no hemos cargado la batería y sin problema- nos acercamos al barrio de La Condesa. Es temprano, pero en las tortillerías ya hay colas, y en los locales más modernos prometen un buen café de especialidad.

Pasamos de largo del mercado de Medellín camino de Hola, una taquería que con más de una veintena de guisos demuestra que, en realidad, todo es taqueable. Aunque el angular va en la mochila, el 24 milímetros es suficiente para hacer las fotos en el pequeño local mientras probamos algunos de los tacos. Eso nos deja sólo una mano libre. Bendito estabilizador doble: en el cuerpo de la cámara y en el zoom.

Saltamos hasta el sur de la ciudad, a Coyoacan, una de las zonas imprescindibles de la ciudad. El museo de Frida Kahlo nos recibe con una cola considerable y un cartel que obliga a pagar más si se quiere entrar con cámara. Menos mal que hemos dicho que nada de museos esta vez, pensamos mientras nos alejamos de la casa Azul camino del mercado del barrio.

Aquí no hay problema para las fotos, así que desenfundamos el 9-18 milímetros. Los grandes angulares no son sólo para paisaje y un mercado, con sus puestos de carnitas, máscaras de lucha, piñatas con la forma del clásico burrito o de Donald Trump, y velas, hierbas y santos de todo tipo, resulta un escenario excelente para moverse con esta cámara.

Sentados frente a la fuente de los Coyotes, revisamos las fotos y, gracias a la conexión Wi-Fi de la cámara y al gratuito que se puede encontrar en muchos parques públicos, las compartimos en redes desde el móvil.

No nos hemos ido y ya queremos volver, pensamos al ver la hora y comprobar que dentro de poco tocará hacer la maleta y volver al aeropuerto. Pero todavía queda un rato para callejear y apurar las últimas fotos.