¿Y los ateos por qué celebráis la Semana Santa? Por las torrijas, suele ser la respuesta más recurrente a una pregunta que por estas fechas -como en Navidades- se repite con bastante insistencia a los que sólo creemos en Capa. Y lo justo.

Pero dejando a un lado manías religiosas, esta idea de sufrimiento y vía crucis que tanto se estila por estas fechas cuadra a la perfección con la vida del fotógrafo. Una profesión o afición que entre lo de la pasión y el calvario en que se convierte muchas veces también podría tener su propia Semana Santa.

Ellos no cargan con una cruz, cierto. Aunque seguro que más de uno ya está pensando en voz baja el chiste recurrente: algunas réflex pesan casi lo mismo. Pero lo que nunca falta alrededor del fotógrafo son los palmeros. Esos que un domingo te reciben con sus ramitas de olivo y tal pero que posiblemente al cabo de unos días estén pidiendo que te den bien fuerte con el látigo.

Y póngale también –señor romano- una corona de espinas, que esa foto de la que tanto presume seguro que está retocada, montada o algo. Aquí no hace falta ni esperar a que cante el gallo para ser negado o traicionado. Basta un poco de éxito o un premio para que el fotógrafo de turno acabe recibiendo algo más que alabanzas.

Eso nos lleva directamente a otra de las grandes figuras evangélicas que últimamente está en alza: el fotógrafo apóstol. Los hay de todos los tipos pero básicamente la idea es convencerte de que sus panes y sus peces son mucho mejores que los del vecino.

Da igual que esté vendiendo un libro –perdón, un fotolibro, que es lo que se lleva ahora entre la modernez de Galilea-, su último trabajo o las bondades de la cámara con la que trabaja. El caso es que al apóstol le gusta predicar la buena nueva allí donde sea. Posiblemente sin que nadie le haya preguntado.

Por supuesto, de todos los apóstoles nuestro preferido siempre ha sido Judas. Por aquello de que al menos tenía un precio fijo y no daba sorpresas de última hora. Este muchacho representa a la perfección esa figura tan nuestra del fotógrafo que hoy te está explicando que las réflex de fulanito son lo mejor del mundo y mañana cae del caballo, ve la luz y cambia de bando para asegurar que el futuro son las sin espejos. Concretamente esa que le han regalado para trabajar.

Pero no solo se trata de esquivar a apóstoles plastas y Judas en oferta, sino también a los mercaderes del templo. Servicios técnicos de a millón la hora, comerciales sin escrúpulos que intentarán colarte la cámara que más comisión deja –aunque no sea en absoluto lo que necesites- y listillos en general que creen que todo es cuestión de un equipo con muchos ceros en el apellido.

Ya hemos dicho que esta no iba a ser una historia bonita y que en realidad lo que nos sobra son malos de la película. Más teniendo en cuenta que nos sabemos el final de memoria.

Porque incluso los que consigan sortear todas esas etapas sin despeinarse y en plan chulos aprovechan el camino al Gólgota –qué memoria tenemos para lo que aprendimos en clases de religión, oye- para practicar un poco de street photography acabarán topándose con los Pilatos de turno.

Que si yo pensaba que la foto era gratis, que si yo me lavo las manos. O peor aún: con el Sanedrín de consejeros delegados que decidan que no hacen falta fotógrafos en plantilla.

Y para más inri –nótese el chiste-, para acabar siendo comparado con ladrones por el simple delito de dedicarte a hacer fotos de bodas. “3.000 euros quería cobrar por el álbum el tío; solo por apretar el botón”, dicen que se escuchaba junto a la cruz según el testamento de San Cuñado.

Total, para que después de todo mires tus fotos y llegues a la dolorosa conclusión de que las de todos esos instagramers herejes son mucho mejores o al menos tienen más likes. Pero tú tranquilo, porque con tus clavos, tu cruz y tu corona puedes canturrear como los Monty Python aquello de “always look on the bright side of life”. Y es que, en el fondo, siempre fuimos más de Brian.