La fotografía química vuelve, dicen algunos señalando las últimas promesas de Kodak. La fotografía química nunca se ha ido, apuntan otros. En cualquier caso, entre éxitos de ventas de cámaras instantáneas y diapositivas que quieren volver, parece que estos procesos van camino de vivir una segunda época dorada, siguiendo tal vez los pasos de lo que ocurre con los vinilos.

El tiempo dirá si todo queda en nada o realmente sigue habiendo espacio para la química en estos tiempos del píxel, pero la actualidad nos sirve como excusa perfecta para rescatar de la hemeroteca el artículo que en su momento el dedicamos a uno de los procesos antiguos más fascinantes: el colodión húmedo.

Para descubrir esta técnica del siglo XIX y cuya calidad todavía no se ha conseguido superar –aseguran sus defensores- nada mejor que hablar con Joan Porredon, en uno de cuyos talleres nos colamos hace tiempo.

Para convencer a los posibles escépticos, Porredon echa mano de la historia antes de empezar con la parte práctica: un estudio reciente del centro George Eastman House revela que un daguerrotipo panorámico de la ciudad de Cincinnati realizado en 1848 ofrece una resolución similar a la de un sensor de 140.000 megapíxeles. Nada menos.

Inventado en esa década de los años 50 del siglo XIX, el colodión ofrece una calidad cercana –algo inferior, tal vez, reconoce Porredon- al daguerrotipo y la capacidad de obtener copias que ofrece el talbotipo, otro de los primeros procesos fotográficos.

Aunque su apogeo duró apenas tres décadas hasta ser reemplazado por placas secas que no obligaban a ser reveladas en el acto, el colodión húmedo sigue siendo una de las técnicas más populares entre los aficionados a los procesos antiguos.

Su marcada estética y la fuerza de los retratos realizados con ella es de esas cosas que siguen llamando la atención tantos años después. Tanto, que incluso una aplicación para el iPhone (Koloid) juega a imitar parte del proceso y el resultado.

Pero no es lo mismo, claro. Aquí hemos venido a mancharnos las manos, a jugar con líquidos, a encender la luz roja y a ver cómo la imagen latente se transforma en una fotografía sobre una placa de cristal. Es parte de la gracia.

Un proceso y unos preparativos para la toma y el posterior revelado que ayudan a tomar conciencia de la foto, a pensarla mejor. Y eso se acaba notando en la calidad de la imagen final, defiende Porredon.

No hay mucho espacio para la improvisación, la verdad. Desde que se sensibiliza la placa con plata hasta que acaba en el fijador una vez revelada no deberían pasar más de 10 minutos. En un espacio cerrado eso no es tan dramático como cuando se trabaja en exterior y se lleva la tienda de campaña para improvisar un cuarto oscuro –en sus tiempos el fotógrafo iba con el carruaje y todo-, durante esos minutos no hay amigos, que suele decirse.

Si la fotografía va de rituales, sin duda este proceso es fotografía en estado puro. Desde preparar los químicos hasta limpiar meticulosamente la placa –algunos dejan impregnada en ella su huella a modo de firma, nos cuentan- o repartir el colodión sobre la superficie.

La foto también tiene su ceremonia. Una vez extendida la emulsión del colodión y sensibilizada con plata, la placa de cristal se coloca en el bastidor de la cámara. Hasta aquí todo normal. Pero estamos trabajando con una sensibilidad de entre 0,5 y 3 ISO, así que a menos que haya flashes, el tiempo de exposición será largo.

Por eso el reposacabezas es parte del paisaje habitual en las sesiones de colodión húmedo. Aunque con luz artificial –como en este caso- este soporte no hace falta para mantener la postura, sí ayuda a no perder el foco. La profundidad de campo es mínima, y el más ligero movimiento puede dejar los ojos desenfocados.

Posamos como voluntarios, dispuestos a salir de allí con nuestro primer retrato en colodión para la posteridad. Hay que ensayar bien nuestra mejor pose del siglo XIX. Y no cerrar los ojos ni poner gesto extraño, porque repetir la foto significa volver a empezar desde el principio. Aquí no hay ráfaga ni previsualización que valga, claro. Carrera al cuarto oscuro, luz roja y al revelador.

Fijado, lavado y secado el retrato, una cartulina negra detrás de la placa de cristal convierte el negativo en positivo. Es un ambrotipo, nos explican. El ferrotipo –otra variante de este proceso- sería un colodión sobre metal que daría lugar directamente a un positivo.

Generalizando mucho, claro, porque cualquiera de estos datos que vamos anotando daría posiblemente para otro taller hablando de la influencia de la temperatura en el proceso, de cómo exponer según se quiera obtener un positivo o un negativo o de decenas de variantes posibles.

Ahora sólo queda escanear la copia para poder compartirla en Instagram. No todo iba a ser siglo XIX, claro.

Este artículo es una adaptación del publicado originalmente por Iker Morán en 2014 en la web Quesabesde.com con motivo del festival Revela-T.

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