El 8 de octubre de 2021 estaba sentado en una pequeña cabaña en Asturias, con unas increíbles vistas a los Picos de Europa. Por fin, después de varios meses de mucho ajetreo, encontré un pequeño rincón, sin apenas cobertura, donde abandonarme en un pequeño sillón orejero a disfrutar del libro “The Meaning in the Making” que me había comprado hacía semanas y que ni siquiera había podido ojear.
Las nieblas jugaban a entrar y salir de entre los picos de las montañas mientras las horas parecían pasar deliciosamente lentas, casi torpes. De cuando en cuando, dejaba el pequeño libro electrónico que le había robado a mi mujer en uno de los amplios brazos del sofá y cogía mi cámara para retratar algunos pequeños recortes de aquellos juegos.

Amaia despertó de su siesta y atisbó por encima del hombro uno de mis últimos encuadres. Con esa sonrisa de trasto que gasta cuando una pequeña maldad cruza su mente, me dijo: “Vaya… Parece un volcán.” Le devolví esa mirada cómplice que solo dan los años juntos.
Efectivamente, las nubes se habían aliado con algunos picos para recrear un pequeño cráter imaginario. Muchas veces, la fotografía dice mucho de lo que pensamos en cada instante y de cómo nos sentimos. Más de lo que creemos. De toda la montaña que tenía a mi disposición, alguna neurona traviesa había decidido recordarme que a apenas 3 horas de avión, estaba dejando pasar la oportunidad, quizá única, de retratar un volcán en erupción.

Sin embargo, mi cabezonería seguía empeñada en mantenerme firme en mi decisión de no acudir a disfrutar del espectáculo. Y no porque el espectáculo no fuera grandioso, sino porque sabía que, detrás de ese “espectáculo”, había un drama mayúsculo que estaban sufriendo gentes a las que, por pura casualidad, había cogido un cariño especial el año anterior.
Y es que yo ya sabía diferenciar La Palma de Las Palmas y de Palma de Mallorca antes de que me lo explicara Piqueras en el informativo jugando a “a ver quién se acerca más a una colada de lava en directo”.
Había acudido a La Palma un par de veces durante 2021 y la isla me había entusiasmado. La primera vez fui en primavera y me quedé alucinado del olor de tantísimas flores que engalanaban todas las lindes de las carreteras, de la majestuosidad del Roque de los Muchachos, del increíble descenso al Porís de Candelaria, de su cielo nocturno pero, sobre todo, de su gente. Gente que te regalaba sonrisas allá donde fueras. Gente que se esmeraba en ayudarte en todo lo que podían, aunque no te conocieran de nada. Como si no estuviéramos en medio de una pandemia muertos de miedo.
Mucha de esa gente, ahora, había perdido sus casas, sus negocios, sus plantaciones plataneras… ¿Cómo iba yo a disfrutar del espectáculo a sabiendas de que a los palmeros, quizá, no les quedarían ya sonrisas que regalar?
Muchos compañeros habían estado e, incluso, desde el gobierno insular se pedía a la gente que fuera a visitar la isla esperando que los réditos del turismo compensaran, en parte, el destrozo que estaban sufriendo en forma de inexorable lava ardiente y omnipresente ceniza.
No. No iré
Sin embargo, por casualidades que parecen cinceladas en el destino, alguien que necesitaba aire, que necesitaba salir, me propuso acompañarle allí, precisamente. Y acepté. “First things first”, que se dice.
Confieso que no me sentía demasiado cómodo cuando por fin llegamos al aeropuerto de Santa Cruz de la Palma. Más aún cuando, siguiendo la carretera que lleva a El Paso, me percaté que las flores que yo recordaba habían sido sustituidas por una abundante capa de ceniza negra.
Además, como me temía, los palmeros estaban cansados. “La crisis, luego la pandemia y ahora el volcán. El año que viene tocan extraterrestres”, bromeaba la recepcionista del hotel. Esa capacidad de sacar una sonrisa amable a todo aquel que llega, a pesar de tener que dedicar horas a retirar ceniza cada día para que los techos no se hundieran por el peso, me impactó. La resiliencia palmera en todo su esplendor.
Para más inri, la calima hacía que la luz fuese aún más surrealista al punto de privarnos de ver el volcán la primera noche. No desistimos y decidimos invertir esas primeras horas de oscuridad en tratar de buscar algún encuadre resultón. Descubrimos una pequeña loma en la que la gente, la mayoría palmeros, se asomaba para quedar hipnotizada por el intenso color rojo y el sonido ronco del volcán invisible.
Plantamos nuestros trípodes y comenzamos a probar encuadres imaginándonos cómo sería el volcán que habitaba tras la ceniza y la calima. De repente, al comprobar una de mis capturas, algo asoma entre la negrura. “¡¿Has visto la casa?!” exclamó mi compañero. Asentí. Con una larga exposición, nuestras cámaras habían revelado un pequeño tesoro bajo el volcán.

Por increíble que pareciera, a sus pies, una casa con la luz encendida hacía frente a todo un volcán. Supimos de inmediato que allí había una gran foto… Pero necesitábamos que se viera el volcán.
Pasamos tres días más por la isla, disfrutando de ella porque, por ilógico que parezca, la mayor parte de la isla llevaba un ritmo completamente normal a excepción de la ceniza que en el norte, incluso, pasaba completamente desapercibida.
La última noche, la más despejada, aprovechamos para volver a la loma y a modo de broche de oro, conseguimos nuestra foto soñada justo en nuestro último click en la isla.
¿Aguantará?
De vuelta en casa recuerdo quedar impactado por el RAW nada más se descargó en Lightroom. El color, la composición, el significado… La foto lo tenía todo, pero una duda me asaltaba. No quería publicar una foto de una casa que terminara devorada por la lava.
Simplemente me puse en la piel de quienes están pendientes de perder su hogar y me entró vértigo. Sin embargo, por cómo vimos la orografía allí mismo, mirando la evolución de las coladas y el estadio en el que se encontraba el volcán, me animé a publicar la imagen, seguro de que aguantaría. Y se hizo viral.
Una pequeña casa hace frente al volcán de La Palma. #FuerzaLaPalma pic.twitter.com/QoTVKtli9i
— David de la Iglesia 📷 (@DIVCreativo) October 26, 2021
Fueron días intensos en los que atender a medios e, incluso, salir en directo en informativos mexicanos explicando la historia que me había llevado a tomar esa fotografía. Incluso The Times se interesó en publicarla aunque finalmente no fuera posible incluirla en la tirada impresa (maldito formato vertical…).
Precisamente haciendo una de estas entrevistas, me sorprendí a mí mismo poniéndome en los zapatos de los dueños de la casa. ¿Querría ver yo esa imagen si fuera el dueño? Definitivamente sí. Ver mi casa convertida en un pequeño símbolo de la resiliencia del pueblo palmero, sería un orgullo enorme. Es más… A mí me gustaría tenerla colgada en esa casa.
Un momento
¿Y si uso esa viralidad para encontrar a los dueños y regalarles una copia? Hay veces que la gente me pregunta si planifico mi presencia en redes y a mí solo me queda sonreírles cándidamente. Soy un hombre de impulsos. Hago lo que creo que debo hacer y no le doy mucho espacio a la reflexión profunda.
Terminé la entrevista y escribí el tuit apelando a la magia de Twitter.. Y se hizo la magia. Tarde. Pero se hizo la magia.
En realidad, solo tardé unos días en saber que encontraría a los dueños de la casa. Walter, un vecino de ese barrio, en seguida me contactó para decirme que sabía quiénes eran, pero que no estaban y que, dadas las restricciones de acceso, tardaría en hacer las gestiones necesarias.

Sin embargo, tuve que esperar hasta el 11 de abril para que un WhatsApp de Walter me confirmara los datos de contacto. La casa pertenecía a una pareja alemana. ¿Qué pensarían de la foto? Lo mismo estaban hartos del volcán. Lo mismo no querían saber nada más del tema y me mandaban al carajo…
Pero habíamos llegado hasta ahí y había que probar. Escribí el email presentándome y contando un poco la historia y la respuesta me llegó en minutos. “¿Cuánto quieres por la foto?” Definitivamente, en Alemania las cosas funcionan de manera diferente a como lo hacen aquí.
Insistí en que aquello no era cuestión de dinero, les expliqué más en detalle la historia y lo que significaba para mí aquella foto. Quedaron entusiasmados con la idea. La alegría era máxima. Todo este tiempo había tenido el temor de que aquello no les pareciera bien, pero ahora todo, por fin, cobraba un sentido precioso. La foto de la casa del volcán quedaría por fin colgada en la casa del volcán.
Siempre me gusta vivir mis historias en primera persona. Podría haber optado por enviar la fotografía y ya, pero no. Yo quería entregar en mano ese trocito de mí. El problema, claro, era que no me iba a poder permitir viajar hasta allí solamente para esto, así que hice lo que toda buena persona hace: dejarle el marrón a su yo del futuro.
Ayuda para La Palma
Como no sé estarme quieto, pensé que la fotografía debía contribuir, en la medida de lo posible, a ayudar de forma tangible al pueblo palmero. No es que las muestras de cariño de la gente de La Palma al ver la fotografía no colmaran mis expectativas, es que la foto tenía que aportar algo tangible a la isla.
Y así se me ocurrió destinar el 50% del beneficio de las ventas de las impresiones a ayudar al Refugio de Animales de El Paso. Lo primero que hicimos en la isla, antes incluso de ir a ver el volcán, fue comprar un montón de comida para llevarla a uno de los refugios para animales que habían improvisado.

Si ya perder tu hogar es un drama increíble, que te separen de tus animales porque donde te realojan no tenga espacio para ellos, me parecía aún más cruel si cabe. Allí nos contaron historias de gente que se hacía 60 kilómetros diarios, dos veces al día, para visitar a su mascota. Contribuir a aliviar, aunque sea un poquito, esos dramas anexos, pero a su vez alejados del foco mediático es lo que de verdad da sentido a toda esta historia.
Además, en enero, la foto fue seleccionada para formar parte de “La Palma, Volcán y Vida”, una exposición fotográfica solidaria en la que compartí espacio con gente de la talla de un tal Emilio Morenatti, entre otros grandes compañeros. La exposición tuvo lugar en el Auditorio Alfredo Krauss de Gran Canaria y recaudó más de 21.000€ para ayudar al pueblo palmero.
Y, de nuevo, el destino
Hete aquí que, de repente, un día de mayo, enfrascado en plena rutina, aparece un WhatsApp de Ignacio Izquierdo proponiéndome un viaje de la mano de Mi Nube y Samsung… a La Palma. A mi yo del futuro (que ahora era mi yo del presente) se le escapó un “sujétame el cubata” dedicado a mi yo del pasado.

La oportunidad de cerrar la historia estaba cada vez más cerca. Todo cuadraba, salvo por un pequeño detalle: la familia no iba a estar en la casa esas fechas. Pero me dieron la alternativa de darle la copia impresa a Simon, su vecino. Y me pareció. Aunque no es el final idílico, era mucho mejor cierre del que jamás había pensado.
En medio de un viaje de prensa, Adriana, de Mi Nube, me hizo un hueco para que cumpliera “mi misión” y depositara, por fin, la fotografía en el lugar donde empezó todo. Mis compañeros de aventura, Ignacio Izquierdo, Majo Cava y Victor Gomez me acompañaron en un momento que, de verdad, fue muy emocionante y que guardaré con mucho cariño cuando solo me queden fuerzas para mirar atrás.

Simon quedó sorprendido con la fotografía y yo encantado de cerrar una historia que había empezado 8 meses antes sentado una mullido sillón orejero con vistas a los Picos de Europa.